Un antojo ansioso.
Un sueño revelador.
Una culpa sin pagar.
Un idiota corazón con ganas de terminar la novela.
No sé, algo inspiró a que me despertara a las tres de la mañana y me quedara leyendo, hasta que sin poder dormirme, a las seis, fuera directo a la heladera. Había suficientes variantes en la posibilidad de alimentos a ingerir. Lo lógico hubiera sido que desayune, pero, de pronto, unas incuestionables ganas de comer pizza, asaltaron mi consciencia.
Algo incierto y trascendental me aseguraba que no debía relegar los placeres más vanos. Los más perfectos e injustos caprichos hacen feliz a los niños, a los ancianos, a los animales, a toda la naturaleza en general.
Algo me indicaba que todo esto se trata de un gran exceso, que si aprendemos a gozarlo, se convierte en exuberante, armonioso, equilibrado, paradójico, absurdo, cíclico, generoso, ordenado, ensoñador, pletórico, increíble.
Cené, a las seis y media de la mañana, una pizza de calidad superlativa. No es gran cosa hacerlo, pero todo se puede disfrutar, probar, hacer, cambiar, intentar, mientras se está responsablemente vivo.
“No te permito que me saqués todo el hambre,
que me acostumbres a atar todo con alambre.”
Las pastillas del abuelo
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